María, Madre y Educadora de la Fe

El título más grande que podemos atribuir a la Virgen María es el que la Iglesia, desde los primeros siglos, le ha tributado: María, Madre de Dios ya que, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer… para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gal 4, 4-5).

¿Qué significa esta maternidad de María? Sin duda, la empequeñeceríamos si la redujéramos sólo a la maternidad física, por haber sido quien concibió virginalmente y dio a luz al Hijo de Dios hecho hombre. En tal caso, dicha maternidad se quedaría por abajo respecto al papel que toda madre humana realiza con los hijos que Dios le da.

Encarnación del hijo de Dios y maternidad

Para comprender adecuadamente el papel materno de María respec­to a su Hijo Jesús en toda su riqueza, hay que partir del misterio central de nuestra fe, la encarnación. “Dios amó tanto al mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn. 3, 16), quien “se despojó de si mismo, tornando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Flp. 2, 7), “probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado” (Heb 4, 15). La tradición de la Iglesia, a partir del texto de Flp., llama kénosis (una palabra griega que significa vaciamiento, anonadamiento) a este misterio del Amor de Dios, por el que el Padre Celestial envía a su Hijo a compartir nuestra existencia humana en todo, menos en el pecado: despojándose de las prerrogativas divinas que le impedían ser verdaderamente “uno de nosotros”.

Esta radical humanidad del “Emmanuel” (Dios-con-nosotros), Jesucristo, implica un rasgo esencial del hombre: la historicidad, el hecho de que el ser humano ‘se va haciendo’ a lo largo de la vida, que nunca se es un ser ya ‘terminado’. Es una característica que está presente también en Jesús, de quien dice el evangelio: “crecía en edad, sabiduría y gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).

Esta perspectiva proyecta una luz maravillosa sobre María, quien tiene la misión de ‘educar’ a Jesús, de desarrollar las potencialidades de su ser humano, en forma semejante a como lo hace una madre con sus hijos. Sin duda, una madre no ‘crea’ esas capacidades, sino que las va ‘despertando’ por así decir, ya que todo ser humano, como una semilla que trae consigo la capacidad de convertirse en un árbol frondoso y fructífero, tiene una ‘personalidad’ propia suya.

Conciencia filial de Jesús

El caso de Jesús es único, pues su núcleo mas profundo, lo que constituye su ser eterno, es el ser Hijo del Padre Celestial. Esta filiación divina fue desarrollándose humanamente en él, gracias a la acción de María y, sin duda, también de san José, quien desempeña la figura paterna dentro de la Sagrada Familia de Naza­ret: un papel indispensable, junto con la acción de la madre, para la maduración plena de un hombre.

Esta conciencia de Jesús de ser el Hijo de Dios, la presentan claramente los evangelios, proyectándola incluso en los primeros anos de su vida. A los doce años, con motivo de su pérdida y el encuentro en el templo, Jesús dice a María y a José: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). La respuesta del Señor no es despreciativa hacia ellos, sino que mas bien denota la educación que de ellos mismos ha recibido, quienes, indudablemente, colocaron siempre a la base de su vida la búsqueda y realización de la voluntad de Dios: tanto José (Mt 1, 20-24), como María (Lc l, 38). 

Actitudes de la maternidad educativa de María

Así pues, invocar a María como ‘Madre de Dios’ no es sólo un titulo que exalta su grandeza, sino que nos invita, sobre todo a las madres cristianas, a imitarla, junto con sus esposos, en las grandes actitudes que supo infundir en su hijo Jesús.

La primera de ellas es la aceptación incondicional de la volun­tad de Dios, que la lleva a exclamar: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38). Esta actitud, reflejada en el pasaje de Jesús adolescente antes mencionado, destaca en su vida adulta: su alimento es “hacer la voluntad del que me envió, y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). En el huerto de los olivos, durante la tremenda agonía previa a su Pasión, exclama: “¡Abbà, Padre!: todo es posible para ti: aparta de mi este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tu” (Mc 14, 36). La expresión humana de su carácter de Hijo de Dios es, precisamente, su radical obediencia al Padre: y esto lo vivió en su hogar de Nazaret.

Una segunda actitud, íntimamente relacionada con la anterior, es la búsqueda de esta misma voluntad divina, viviendo a profundidad los acontecimientos, y superando la superficialidad con que a veces vamos llevando adelante nuestra vida: esto nos hace incapaces de descubrir lo que Dios nos va diciendo a través de los “signos de los tiempos”. De María se nos dice en varias ocasiones que, ante sucesos cuyo significado no comprendía, “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 20.33.51).

Sin esta actitud, es imposible la anterior: quien vive superfi­cialmente, muy bien podrá estar dispuesto a hacer lo que Dios quiere de él; pero nunca lo sabrá. Jesús adulto, en muchísimas ocasiones, y en particular cuando debía tomar alguna decisión, se retiraba a orar con el Padre, en la soledad. De esta búsqueda de la voluntad del Padre, y de su aceptación incondicional, brotaba su actitud de libertad ante los demás, que tanto impresionaba a sus contemporáneos, y escandalizaba a sus enemigos. También aquí encontramos, sin duda, la presencia educativa de María.

Finalmente, los evangelios nos presentan un rasgo característico y central en la madre de Jesús: su profundo amor hacia los demás, manifestado en su capacidad de servicio, humilde y concreto: acude presurosa a ayudar a su pariente Isabel, cuando sabe que ella le puede necesitar; asimismo, su solicitud en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11). Fue una escuela insuperable para Jesús, quien, ya adulto, dice a sus discípulos: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida corno rescate por muchos” (Mc 10, 45). En un momento tan importante corno lo es la Ultima Cena, san Juan presenta corno el gesto que ‘anticipa’ y simboliza la entrega total del Señor en su muerte de cruz, el lavatorio de los pies, servicio el más radical que pudiera imaginarse.

Conclusión

María es Madre de Dios y Madre de todos los hombres: por eso, Ella quiere educar en todos nosotros las mismas actitudes que supo desarrollar en Jesús. En particular, las madres cristianas, que son las primeras educadoras de la fe de sus hijos, tienen en María un Modelo maravilloso de formación humana y cristiana.

ORACION

Señor, Dios nuestro, que escogiste a María, la humilde doncella de Nazaret, para que colaborara contigo en 1a salvación de 1os hombres siendo Madre de tu Hijo Jesucristo, y le concediste la plenitud de tu gracia, a la cual respondió libremente, con la obediencia de 1a  fe y una entrega total: ayúdanos a saber aceptarte en nuestra vida, de manera que, guiados por el Espíritu Santo, y con la intercesión maternal de María, podamos ir creciendo en la madurez de nuestra fe, y merezcamos la bienaventuranza del Señor: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen”. Por el mismo Señor nuestro Jesucristo. Amen.

(Don Pascual Chávez, Rector Mayor emérito de los Salesianos)

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