María en las Bodas de Caná (Jn 2, 1-11)

En el evangelio de Juan, María no aparece más que en dos momentos que están unidos entre sí: en las bodas de Caná y en la muerte de Jesús al pie de la cruz. Hay unos elementos literarios que unen los relatos, lo que significa que intencionadamente Juan ha querido que se leyeran el uno a la luz del otro.

En ambos María es llamada con un nombre lleno de evocaciones: Mujer. “Qué nos importa a ti y a mí, mujer. No ha llegado todavía mi hora.” (2, 4). “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (19, 26).

En ambos aparecen junto a Jesús y María los discípulos. En las bodas de Caná la intervención de María obligará a Jesús a realizar el primer ‘signo’ y arrancará de los discípulos su primera adhesión de fe: “Sus discípulos creyeron en él”. Al pie de la cruz, el último ‘signo’, la revelación suprema del amor de Dios, el discípulo amado recibirá como herencia a la madre de Jesús para que sea ella quien le eduque en la fe.

Las bodas de Caná son parte, pues, de un todo que tiene como finalidad presentar a Jesús como revelador del Padre, a través de ‘signos’, de los cuales el primero, la abundancia del vino y de un vino bueno, anuncia el último: la manifestación suprema del amor de Dios en la muerte de Jesús. Esa será su glorificación y sucederá cuando haya llegado su ‘hora’. Entonces el agua de la antigua alianza será transformada en el vino de la nueva alianza. María, que es considerada aquí como “mujer” más que como madre, es invitada a esperar esa ‘hora’ de Jesús. En cuanto mujer entra como señora dentro de la obra de la salvación y tiene la iniciativa y da indicaciones (2, 5). Precisamente en su calidad de mujer, llegada la ‘hora’ se convertirá en madre nuestra (19, 25-27). Es indudable el simbolismo que juega aquí María como mujer y como madre. Personifica a la Iglesia que, como nueva Eva junto al árbol de la cruz, se convierte en madre del discípulo amado y, en él, de la nueva humanidad: la de los hijos conforme a Jesús.

Al igual que Lucas, Juan tiene también una imagen de María como modelo de fe y como madre de creyentes.

De acuerdo al mismo evangelio, en las bodas de Caná se realiza el primer ‘signo’ de Jesús, que en cierto modo anticipa su ‘hora’. Ya sabemos que Juan prefiere utilizar la palabra ‘signo’ y no ‘milagro’ para indicar más el valor significativo del hecho que lo maravilloso que pueda tener éste. Se trata, pues, de una revelación y la abundancia del vino será una señal de que el Mesías está presente.

Por supuesto, no todo es sólo signo. Hay también un hecho, aunque éste no sea recordado ni narrado por ninguno de los otros tres evangelistas. Probablemente Jesús y sus discípulos participaron a una boda en Caná, a la que había sido invitada también su madre. Habiendo faltado vino, María se lo hace notar a su hijo para que solucionase de alguna manera esa carencia: “No tienen ya vino” (v. 3). Luego de una afirmación de su ministerio de acuerdo a la voluntad del Padre: “Qué nos va a ti y a mí, mujer. No ha llegado todavía la hora” (v. 4), Jesús se habría preocupado de proveer el vino necesario para que continuase la fiesta: “Llenen las tinajas de agua… Saquen ahora y llévenle al maestresala…”.

El hecho es plausible y refleja la encarnación real de Dios en Jesús, que comparte todas nuestras experiencias humanas, nuestros momentos de alegría y nuestros momentos de tristeza. Esto ya nos dice que el centro del relato es Jesús, el Cristo, y que su presencia en nuestra vida, cuando lo tenemos como invitado, puede remediar nuestra falta de alegría y nuestra pérdida de sentido de la misma existencia.

Como buena mujer, María está atenta a los detalles y advierte la carencia del vino y sabe que la alegría está en peligro. La escena está tan llena de evocaciones bíblicas que no se puede no cargar de simbolismo. Hay que recordar que la salvación misma es presentada en más de un texto profético como un banquete en que abundan los vinos de solera (cf. Is 25, 6), para un pueblo privado del vino de la felicidad y de la sabiduría (Is 55, 1-3), y que el mismo Jesús retomará la imagen en una parábola en que parangonará la felicidad con la participación en el banquete del Reino de Dios (cf. Mt 22, 1-10; Lc 14, 15-24).

Sin embargo, la grandeza de María consiste – para el evangelista – en su capacidad de descubrir, junto con la carencia de aquella pobre pareja desprevenida, la presencia de Jesús que “también había sido invitado a la boda”, y orientar hacia Él: “Hagan lo que él les diga” (v. 5).

A su vez, Jesús – que primero ha reaccionado un poco duramente con su madre – interviene y distribuye efectivamente el “vino mejor” de aquella felicidad prometida para los últimos tiempos, como signo de la plenitud de la vida, de la alegría y de la felicidad que él trae al mundo. El vino de la nueva alianza es el amor, pero éste depende de la glorificación final del Mesías, de aquella ‘hora’ que, a través de la muerte, consumará el misterio de la manifestación definitiva de Dios: “Sabiendo Jesús que había llegado su hora, la de pasar de este mundo al Padre, él que había  amado a los suyos que vivían en medio del mundo, les demostró su amor hasta el extremo” (Jn 13, 1).

Esta actitud, un tanto agria de Jesús con relación a su madre, reaparece también en la escena de la curación del hijo del funcionario, a cuya solicitud de “que bajara y curase a su hijo, que estaba para morirse”, Jesús responde secamente: “Si no ven señales portentosas no creen”. Pero al igual que María, el funcionario no se arredró por el reproche e insistió. Es esta fe en Jesús, es la capacidad de fiarse de su Palabra, la que permite hacer realidad lo que Jesús había dicho a Natanael: “«¿Es porque te he dicho que me fijé en ti debajo de la higuera por lo que crees?» Pues cosas más grandes verás” (1, 50).

María aparece en Caná como creyente y como fehaciente, es decir como iniciadora de la fe de los discípulos en virtud de su propia fe que le ha hecho a Jesús hacer signos que revelan la presencia de Dios, su salvación. Dice, en efecto, el texto de Juan que, gracias al milagro realizado por intervención suya, los discípulos creyeron en él.

En Caná, María nos enseña cuatro actitudes importantes para nuestra vida de creyentes.

En primer lugar, a compartir las vicisitudes de los hombres y mujeres. En su simplicidad es elocuente la forma en que comienza la narración: “Hubo una boda en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús”. Significa hacerse solidarios con las angustias y tristezas, con las esperanzas y alegrías de nuestros contemporáneos.

En segundo lugar, a estar atentos a las necesidades de los demás, a vivir no para nosotros mismos sino para los demás. El que faltara el vino y que María se preocupara: “Le dijo a Jesús su madre: «No tienen vino»” es una prueba de su capacidad de observación para detectar lo que hace falta. Significa conocer la realidad y las implicaciones: la carencia de vino pone en peligro la continuidad de la fiesta y significa el fin de la alegría.

En tercer lugar, a descubrir la presencia de Jesús y orientar hacia Él, como el único que tiene en sus manos la posibilidad de responder a nuestras apetencias más profundas y a los problemas existenciales de fondo. María casi desaparece después de haber dicho a los sirvientes: “Hagan lo que él les diga”. Significa dejar a Jesús el lugar que le corresponde: el de hacer abundar el vino bueno, el sentido de la vida y su plenitud en el amor.

En cuarto lugar, a ser creyentes y creíbles, de manera que sea nuestra propia fe la que haga posible la fe de los demás. La nota que pareciera sólo redaccional tiene una fuerza catequística: “Así Jesús dio inicio a sus ‘signos’ en Caná, manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él”. Significa colaborar para que los demás puedan creer.

(don Pascual Chávez, Rector Mayor emérito de los Salesianos)

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