María junto al pie de la cruz (Jn 19, 25-27)

Ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad

Si en Caná María actuaba más como colaboradora de la fe de los discípulos, en el Calvario se acentúa más su papel de madre de los discípulos de Cristo. Si en Caná, gracias al milagro realizado por su intervención, los discípulos creyeron en Jesús, en el Calvario, por el don de Jesús que muere, el discípulo toma a María consigo como madre suya.

No sería difícil que algunas mujeres de Galilea hubieran subido con Jesús a Jerusalén para la Pascua, según testimonio de todos los evangelistas, y que, por tanto, hubiesen sido testigos de la crucifixión a cierta distancia. Entre ellas bien pudo estar su madre que, como mujer, desgarrada por el sufrimiento y la impotencia sentía la angustia y el dolor ante el sacrificio de su hijo. Históricamente resulta, en cambio, más difícil de verificar el que Jesús hubiera dicho todas las palabras que nos reportan los evangelios. Todas ellas representan la elaboración de la comunidad cristiana que ha leído la muerte en cruz de Jesús desde la Escritura pero, sobre todo, a la luz de la Resurrección.

La narración, desde el punto de vista teológico, es muy parecida a la que nos presenta Lucas en Hechos 1, 12-14. Allí María es la madre de los creyentes de Jesús, a quienes acompaña en la espera del Espíritu.

Ya hemos notado que aquí María personifica a la Iglesia y que, a manera de nueva Eva, recibe la misión de dar a luz a un nuevo pueblo. La evocación de Eva y de su función maternal viene dada por la palabra ‘mujer’ que nos remite al capítulo 3 del libro del Génesis, que nos narra la caída, el juicio y la promesa.

Junto a otro árbol, esta vez el árbol de la cruz, el árbol de la vida, Dios revierte la historia de la humanidad, la redime a través del acto supremo de amor en la muerte de Jesús, y da lugar a una nueva humanidad que surge de la fe en él y del Espíritu que entrega Jesús (v. 30) y que es acogido por quienes están al pie de la cruz: la madre y el discípulo amado. Un descendiente de la ‘mujer’ ha despedazado la cabeza de la serpiente y la mujer recibe la tarea de ser la madre de todos los vivientes.

–          María, al pie de la cruz, participa del drama de la Redención

Regina caeli laetare, alleluia! 

Así canta la Iglesia durante el tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús.

María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública.

Sin embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía.

El Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), y afirma que esa unión «en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ib., 57).

Con la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos detenemos a considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora del Hijo, que se realiza mediante la participación en su dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58).

Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María», en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo.

Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los pecados de toda la humanidad.

Por último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo, protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al asociarse «a su sacrificio», permanece subordinada a su Hijo divino.

En el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). Con el verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido», el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que María y las demás mujeres manifiestan en su dolor.

En particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).

A los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima» (Lumen gentium, 58).

En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección.

La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.

 

Y así María, al pie de la cruz, se nos presenta como Madre y Maestra:

 

María esta junto a la cruz, herida profundamente en su corazón de madre, pero erguida y fuerte en su entrega. Es la primera y más perfecta seguidora del Señor, porque con mayor intensidad que nadie toma sobre el dolor de la cruz y la lleva con amor íntegro.

 

En el Calvario el Padre nos muestra, a todos los hombres, cuánto nos ama y es el momento de la derrota de satanás. Pero para María es la hora de la fidelidad y de la fe, de la ratificación de su primer Sí. Y en Ella se hace carne la actitud central en la vida de Jesús: “Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

 

En el Calvario, María nos enseña a llevar nuestra fe hasta el final, allí donde en apariencia la fe se quebraría, allí donde los demás han abandonado: “Estaban de pie junto a la cruz de Jesús su madre…”.

 

En el Calvario, María conoce finalmente dónde ha querido poner Dios la salvación que nos quiso dar en su Hijo y de la que nos hace ministros: “Junto a la cruz”.

 

En el Calvario, María nos enseña a abrirnos a espacios cada vez más amplios para vivir esa misma fe: la comunidad, pasando de una maternidad física a otra espiritual: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

 

En fin, en el Calvario, el discípulo amado, aquel que hace del amor a Jesús la fuente de su fe y de su conocimiento, recibe como herencia la madre de su Maestro como madre suya: “Y desde aquella hora la acogió el discípulo en su casa”.

 

Para imaginar lo que María puede hacer como madre nuestra, basta pensar en lo que fue para su propio hijo, Jesús, en quien supo infundir aquellas actitudes que ella vivió en grado eminente: la fe, la búsqueda y aceptación de la voluntad de Dios, el servicio.

 

Este amor crucificado de María se vuelve un amor fecundo. Jesús no se ofrenda por sí mismo, sino por nosotros. María no sufre por sí misma, lo hace también por nosotros. No se repliega sobre su dolor, lo abre a sus hermanos, representados en ese momento por el “discípulo amado”. Jesús, al pronunciar desde la cruz, las palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” nos dio su propia madre como nuestra madre. Desde entonces María nos tomó a todos los hombres como sus hijos y con el mismo amor y fidelidad con que permaneció junto a Jesús en el Calvario, permanece junto a nosotros toda la vida compartiendo “nuestras alegrías y tristezas, nuestras esperanzas y angustias”. Y Dios Padre ha querido que nosotros, como hijos de María, recibamos todo nuestro alimento espiritual de las manos de Ella, que es la mejor de todas las madres.

(don Pascual Chávez, Rector Mayor emérito de los Salesianos)

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies