4)  María en el Nacimiento de Jesús (Lc 2, 1-20)

Sin lugar a dudas el nacimiento de Jesús señala el punto culminante en la historia de la humanidad, según señala Pablo: “Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y darles el poder de ser hijos de Dios” (Gal 4, 4). Y Lucas, como buen catequista, preocupado por “hacer una investigación cuidadosa de todas las circunstancias, desde los inicios y de escribir un relato ordenado, ilustre Teófilo, para que te puedas dar cuenta de la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1, 3-4), ha intentado enmarcar dentro del cuadro de la historia ‘mundial’ el nacimiento del Mesías.

Así es de hecho para cada hombre y mujer que viene a este mundo. El punto de partida de su historia y de sus dones es el regalo de la vida, llamada a alcanzar la plenitud en Dios. Por eso el nacimiento de cada uno de nosotros ha sido ordinariamente un acontecimiento de familia a celebrar y a recordar. Con mayor razón aquél que, aun habiéndose realizado en aquella pequeña ciudad de Israel, que es Belén, habría de cambiar el rumbo de la historia.

Resulta además interesante comprobar cómo entre los cristianos se celebra con tanta alegría y fiesta el nacimiento de Jesús. No sé si será el influjo de los pesebres (“nacimientos”) que se colocan en las casas de las familias para recordar el misterio de Navidad lo que ha dado una nota de ternura a la fiesta, pero lo cierto es que incluso se la celebra con mayor simpatía y naturalidad que la solemnidad de la Pascua que, siendo la victoria de la vida sobre la muerte, tendría que ser la fiesta por excelencia. Quizá haya una deficiente comprensión de los dos misterios. A la Navidad se la piensa como una fiesta de familia, fácil de entender a la luz de la alegría que trae a cada hogar el nacimiento de un niño o una niña. A la Pascua se la considera, en cambio, como una celebración de Iglesia, en la que parece pesar más el impacto de la trágica muerte de Jesús en cruz que su resurrección. Pasamos por alto que en la Navidad, el nacimiento de Jesús está caracterizado ya por el dolor: “no hubo lugar para ellos en el albergue”, dice Lucas; “Herodes buscaba al niño para matarlo”, dice Mateo. Casi como si la muerte rondara ya desde el principio su existencia. Y olvidamos también que en la Pascua, aunque de forma paradójica porque hay que pasar necesariamente por la cruz, se encuentra la victoria definitiva de Dios y, por tanto, el triunfo de la vida y del amor.

La lectura atenta del relato del nacimiento de Jesús, hecho por Lucas, nos ayudará a purificar imágenes románticas que tenemos de aquél y a descubrir el mensaje que el evangelista nos ha querido dar para madurar nuestra fe.

Mientras que San Juan sintetiza maravillosamente la encarnación con una frase lapidaria: “la Palabra se hizo carne”, para indicar que Dios había asumido en Jesús totalmente la condición humana para salvar desde dentro al hombre, Lucas nos cuenta cómo sucedió. Juan nos dice que Dios se hizo hombre. Lucas nos narra cómo Dios se hizo uno de nosotros. Son dos formas de decirnos que Dios se hizo verdadero hombre como cualquiera de nosotros, que hizo experiencia de lo que significa ser hombre para que pudiéramos liberar nuestra energía más poderosa, el amor, y aprendiéramos a ser hijos de Dios.

El relato está cuidadosamente construido en tres partes:

  • en los versículos 1 a 7 se nos dan las circunstancias históricas del nacimiento de Cristo, el cual viene descrito con una impresionante sencillez: “Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo puso en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue” (v.7);
  • en los versículos 8 a 14 el nacimiento se vuelve noticia gracias a que los ángeles comunican – revelan – a los pastores el grande acontecimiento del nacimiento del salvador y les dan como ‘signo’: “encontraréis un niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre” (v. 12);
  • en los versículos 15-20 los pastores van a verificar cuanto les ha sido anunciado y allí efectivamente, tal como les habían dicho los ángeles “encontraron a María y José y al niño que yacía en el pesebre” (v. 17), por lo cual comenzaron a difundir la buena nueva.

Algunos elementos que emergen inmediatamente de la lectura atenta del texto son:

En primer lugar, la preocupación de Lucas por hacer caer en la cuenta al lector que, a pesar de que el nacimiento de Jesús acaeció en un pequeño país, en un lugar sin importancia, y en una gruta, se trata de un acontecimiento de alcance universal, no tanto porque lo cubran las agencias de noticias, sino por la importancia de quien ha nacido: el Salvador.

En segundo lugar, llama la atención que en las tres partes del relato el único factor que aparece, a manera de clave de lectura, es la circunstancia del “niño yaciente en el pesebre”, para indicar que no hubo lugar mejor para colocar al Niño que el pesebre de los animales, en una clara alusión a la pobreza de Jesús. Hay probablemente también una evocación del texto de Isaías en el que, al enjuiciar al pueblo, llega al límite de afirmar que “el buey conoce a su propietario y el asno el pesebre del amo mientras que Israel no conoce (a su Dios) y el pueblo no comprende” (1, 3). Esta evocación, que quería significar en tal caso el rechazo de Jesús por su pueblo, es la que posteriormente enriqueció de manera folklórica el pesebre con estos dos animales, como hoy lo representan.

En tercer lugar, Lucas no se conforma con ser un historiador que reconstruye los hechos, sino que quiere ser, sobre todo, un catequista que ayuda a descubrir el significado que tienen los acontecimientos. Quién podría hacerlo mejor que Dios mismo?. Por esta razón, la escena intermedia es de importancia capital, porque allí aparece “un ángel del Señor” que da la grande noticia y desvela el misterio dando a conocer la identidad profunda de ese “niño envuelto en pañales y yaciente en un pesebre”: es “Un salvador, Cristo el Señor” (v. 12). De la misma manera que en la resurrección son dos ángeles los que dan el sentido de la tumba vacía: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?. No está aquí. Ha resucitado” (24. 5-6).

En cuarto lugar, Lucas conduce progresivamente al creyente a las actitudes de los personajes que toman parte en el acontecimiento: la gente, María y los pastores, para hacerle pensar en cuál es la mejor manera de reaccionar y de comportarse ante el misterio. La manera en que vienen escritos los versículos 18 a 20 es nuevamente magistral. Efectivamente, en el versículo 18 dice que “la gente se maravillaba”; en el v. 20 nos hace ver que “los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por lo que habían visto y oído, tal como se les había dicho”; y en el v. 19, al centro de todos, aparece “María (que) por su parte conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”. Para Lucas, no basta una reacción de maravilla que no conduce a la fe, como la de la gente que escucha a los pastores, y ni siquiera es suficiente la actitud de los pastores que cuentan cuanto les ha sido dicho y cuanto han visto del niño. Para Lucas, la actitud más adecuada ante el misterio la tiene María, que no comprende todo pero atesora en el corazón hasta que Dios quiera revelarle plenamente el significado de lo que ve, y mientras tanto contempla llevando de nuevo la Palabra a sus entrañas.

En el nacimiento de Jesús, María nos enseña a ser hombres de interioridad, de intensa espiritualidad, fruto de nuestra escucha atenta y fiel de la Palabra, de la meditación paciente y religiosa, y de la contemplación devota y respetuosa buscando desentrañar sus significados más profundos. Sólo así podremos anunciar a los demás “lo que hemos visto y oído, lo que hemos tocado con nuestras propias manos: la Vida”. Sólo así llegaremos a ser evangelizadores creíbles por haber antes creído en la Palabra que anunciamos y haber experimentado en nosotros su verdad de buena noticia. Sólo así podremos encarnar la salvación para aquellos a quienes Dios nos envía, los jóvenes, asumiendo su cultura y respondiendo a sus expectativas hondas de felicidad, de vida y de amor.

Hay que superar el sentimiento fácil y la emoción inconsistente de la gente que sólo se maravilla cuando escucha el anuncio. Hay que superar incluso la prisa de los pastores a los que pareciera bastar la primera noticia para ir a divulgarla. Hay que hacer nuestra la interioridad de María que “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”. Hay que permanecer junto a Dios.

Sintetizando: para Lucas, María es la oyente por excelencia de la Palabra. El relato de la anunciación, en el que María acoge la Palabra en su mente, en su corazón y hasta en su vientre, anticipa ya, desde este episodio, el testimonio que dará de María el mismo Jesús durante su vida pública. Un día mientras predicaba, una mujer del pueblo, emocionada al escucharlo, le gritó “¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron!”. El Hijo sabe que la grandeza de su madre no es su maternidad física sino su maternidad en la fe, no es el haberlo dado a luz sino el haber creído en el Amor: “¡Bienaventurados más bien quienes escuchan la Palabra de Dios y la guardan!” (11, 27-28).

Por eso es que Lucas no duda en cambiar la escena sobre el discernimiento de los verdaderos parientes de Jesús. De este modo, cuando le anuncian a Jesús: “Tu madre y tus hermanos están aquí fuera y desean verte”, él responde: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. (8, 20-21). María es su madre sí, porque ha creído en la Palabra y la ha encarnado. Ser familiares de Jesús, de manera nueva y distinta, tal es nuestra oportunidad y nuestra gracia.

(don Pascual Chávez, Rector Mayor emérito de los Salesianos)

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