La oración de María: el ‘Magníficat’ (Lc 1, 46-55)

El evangelista ha roto la prosa del relato y ha insertado el Cántico de María, el “Magníficat”, pero no podía haber encontrado mejor lugar. Inspirado en el cántico de Ana, la madre de Samuel  (1 Sam 2,1-10) y en otros numerosos pasajes del Antiguo Testamento, el “Magníficat” recoge todas las expectativas de los “pobres de Israel” y pone en labios de María esta alabanza a su Dios que ha querido hacer maravillas en ella y, por medio de ella, en su pueblo.  El Dios de María es digno de alabanza porque no ha defraudado la fe de sus creyentes, porque ha tomado en sus manos la causa de los pequeños y los pobres, y porque ha guardado la promesa empeñada a los padres de Israel.

El texto puede parecer ‘revolucionario’, y, hay que decirlo con toda claridad, dice cosas muy “revolucionarias”, porque – como comenta esa espléndida síntesis mariológica del Documento de Puebla (Nos. 282-304) –: «Es el cántico que anuncia el nuevo Evangelio de Cristo; es el preludio del Sermón de la Montaña. Allí María se nos manifiesta vacía de sí misma y poniendo toda su confianza en la misericordia del Padre. En el Magníficat se manifiesta como modelo para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, ni son víctimas de la ‘alienación’, como hoy se dice, sino que proclaman con Ella que Dios “levanta a los humildes y derriba del trono a los poderosos, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”» (DP 297).

Al igual que las Bienaventuranzas, este texto define con nitidez meridiana las preferencias divinas y la lógica del comportamiento de Dios, que no son ciertamente las nuestras. Y, a diferencia de las Bienaventuranzas, esta lógica divina es dicha como oración, y en labios de María, lo que representa una espiritualidad, una manera de vivir la propia fe en medio de la historia. Acerquémonos, pues, al texto:

María, que ha sido llamada “Bienaventurada” por su prima, responde magnificando a Dios. Su himno es un reconocimiento de los dones que el Señor ha querido concederle (vv. 45-48) y una proclamación de la liberación que el Señor quiere realizar (vv. 50-53).

Es una forma ‘ejemplar’ de rezar: alabar a Dios porque “la ha mirado”, porque ha puesto sus ojos en ella, porque la ha visto con predilección, de la misma manera que el libro del Éxodo dice que Yahvé había visto la humillación de su pueblo en Egipto y había escuchado sus gritos y conocido sus sufrimientos (Ex 3, 7). Y, en seguida, proclamar el plan de Dios de invertir el modelo social. ¿Cómo no cantar a un Dios que mira a los pobres y sencillos, a los humildes y a los pequeños, a los que nada significan en la historia, a los que no tienen otro valedor que Dios mismo?

Y para que no se piense que es sólo un poco de ‘opio’ para adormecer la conciencia u ofrecer consuelo a los que sufren, el cántico de María revela al Dios que quiere cambiar las circunstancias de su pueblo. Por una parte, el sentirse ‘mirada’ y reconocida como persona, la hace sentirse engrandecida. Ella engrandece a Dios (“Magníficat”) porque previamente su Dios la ha enaltecido. Su Dios le ha devuelto la dignidad de que había sido privada y ha comenzado a hacer cosas grandes en ella. Por otra parte, el haber experimentado la liberación de Dios la convertido a su vez en liberadora y la ha puesto al servicio de los demás, la ha llenado de dinamismo, la ha puesto en camino.

De la misma manera que el libro del Éxodo une la vocación de Moisés con la proclamación del plan liberador de Yahvé: “He bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra que fértil y espaciosa…” (3, 8), María anuncia que ya “desplegó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón; derribó a los potentados de sus tronos y elevó a los oprimidos; a los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió vacíos”.

El amor de Dios, experimentado por María, no se reduce a la esfera privada sino que tiene una fuerza liberadora tan grande que es capaz de realizar una inversión social en favor de los ‘oprimidos’ y de los ‘hambrientos’. La experiencia del Dios de María se convierte así, al mismo tiempo, en programa social. El Dios que la ha ‘mirado’ a ella y la ha saludado como ‘llena de gracia’ mira también a todos los pequeños de la tierra. Quiere saciar a los hambrientos, de manera que puedan gozar y compartir los bienes de la tierra. Quiere liberar a los oprimidos, de manera que se puedan realizar una existencia plenamente humana.

Algunos elementos de la ‘oración’ de María que pueden hacer madurar la nuestra:

En primer lugar, la espiritualidad de María, fundada en la experiencia de Dios que ha tenido, conjuga armoniosamente la intimidad, expresada en una frase llena de resonancias personales “me ha mirado”, y el compromiso, expresada en la proclamación del modo tan singular de actuar de Dios que prefiere a los pobres y sencillos.

En segundo lugar, la oración de María se manifiesta por encima de todo como una alabanza, que canta las maravillas que realiza su Dios en ella y a través de ella. Casi pareciera como si María meditando la historia de su pueblo y la suya propia no descubriera sino las maravillas de Dios y acabara por cantarle a este Dios maravilloso.

En tercer lugar, María se siente, se sabe y se quiere solidaria con todos las personas que sufren “en este valle de lágrimas”, como reza bien la “salve”. La preferencia de Dios – que Jesús reafirmará – por los desposeídos y marginados no es de ninguna manera una consagración romántica de la pobreza, puesto que la pobreza material, en cuanto tal, es una maldición, fruto del pecado, y como tal tiene que ser abolida; sino que esta preferencia divina es acción eficaz y liberadora de todo tipo de injusticias, por parte de Dios, y es exigencia de una espiritualidad y un modelo de vida hecho de apertura confiada en Dios, de sobriedad y austeridad, y de solidaridad, por parte del hombre.

En cuarto lugar, María asume el compromiso de cumplir el plan que Dios tiene de elevar a los oprimidos y saciar a los hambrientos. La salvación que se nos da en Jesús, y cuyo nacimiento se ha anunciado a María, abre un cambio definitivo en la vida de los hombres y en las estructuras que conforman el orden social. Lo que Dios ha hecho por María lo sigue haciendo en cada hombre o mujer que se dispone a recibir el Reino de Dios y a trabajar por su instauración en nuestro mundo.

Quizá tengamos la tentación de espiritualizar demasiado estas palabras del “Magníficat” por las resonancias abiertamente revolucionarias. Es cierto que la justicia y la liberación de Dios que nos ha traído en Jesús va más allá de lo que entendemos por igualdad social, o por justicia y liberación en términos humanos, pero esto significa solamente que Dios remedia nuestros males a profundidad. Quiere la transformación de nuestro corazón, que es de donde procede el mal (cf. Mc 7, 19-23), pero quiere que también ésta se manifieste en la transformación de nuestras estructuras humanas.

Sólo Dios es la “Riqueza” verdadera, por eso sólo el pobre y el humilde pueden participar de ella. En cambio el rico y el poderoso se quedan vacíos, porque teniéndolo todo aparentemente no creen, en el fondo, esperar nada más de Dios ni de los demás.

Nuestra devoción mariana, si quiere ser auténtica, evangélica, tiene que profundizar en esta espiritualidad de María, que “proclama que la salvación de Dios tiene que ver con la justicia hacia los hombres” (DP 1144), y hacernos con Ella solidarios de nuestros hermanos y agentes transformadores de nuestra realidad.

Y para concluir esta reflexión no hay mejores palabras que las de la Virgen María misma:

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:

su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
 

Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,

a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia

-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre. Amén

 (Don Pascual Chávez, Rector Mayor emérito de los Salesianos)

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