María, madre y maestra de discípulos

Itinerario espiritual de María

 

“Al ver a su madre y a su lado al discípulo a quien Él quería,

dijo Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».

Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».

Y desde aquella hora la acogió el discípulo en su casa”.

(Jn 19,26-27)

 

 

  1. Hacia una devoción madura de la devoción a la Santísima Virgen María.

 

Es indudable el lugar que ocupa la figura de María en la vida del cristiano. Es parte de su expresión de fe en su divino Hijo, Jesús. Sorprende encontrar en todas las partes donde se halla presente la Iglesia ‘santuarios’ grandiosos o sencillas ermitas que celebran alguno de los privilegios de María o una determinada advocación, vinculada o no a algún relato de aparición. Me refiero evidentemente a aquellos más conocidos y hasta cierto punto reconocidos por la Iglesia. No tiene nada que ver, por tanto, con la proliferación de ‘apariciones’ – por llamarlas de alguna manera – que hoy están tan de moda.

 

En algunos casos esta devoción mariana, siendo de carácter popular, puede revestir incluso matices sentimentales y sincretistas, pero hay en el fondo una intuición fundamental: María está viva (misterio de la Asunción), encarna la bondad y la ternura de una madre y su capacidad de educar a sus hijos e intercede por nosotros.

 

Como todas las expresiones de religiosidad popular, la devoción a la Santísima Virgen tiene una carga positiva, pero es susceptible de ser evangelizada y de madurar.

 

A este respecto, sigue siendo válido el programa que nos trazó magistralmente Pablo VI en la Exhortación Apostólica “El Culto Mariano”, en el que nos indicaba los cuatro rasgos que debe tener toda auténtica devoción mariana: conocimiento, amor, imitación y difusión.

 

En primer lugar, hay que conocer a María. Según una tradición popular, Lucas habría hecho el retrato de María. Digamos que no hay ninguna base histórica para esta afirmación si con ello se quiere decir que el evangelista la habría pintado. Más aún, fuera de la curiosidad que podría despertar ese cuadro, en el caso de que hubiera existido, para saber cómo era, de poco serviría. Lo dice San Pablo a propósito de Jesús: “E incluso si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así” (2Cor 5, 16), y se podría aplicar con mayor razón a la Virgen. Lucas fue el ‘pintor’ de María no porque la hubiera dibujado sino porque en su evangelio nos dejó el retrato espiritual de ella, los rasgos que delinean su figura. Conocer a María significa por tanto acercarse a los evangelios, especialmente el de Lucas y el de Juan, y leer en ellos el testimonio que de ella nos dejaron los discípulos de Jesús. Es interesante ver cómo vieron estos dos evangelistas a María: como una mujer, como una mujer creyente (“Bendita tú que has creído”), como verdadera madre del Hijo de Dios (“¿A qué debo que la madre de mi señor venga a mí?”) y madre nuestra (“Mujer, ahí tienes a tu hijo”) y, por tanto, como educadora de la fe de los discípulos.

 

En segundo lugar, hay que amar a María. Resulta tan válido aquel refrán de que “no se ama lo que no se conoce” como aquel otro de que “no se conoce lo que no se ama”. Basta pensar en las relaciones interpersonales para saber cómo entre más conocemos a una persona que queremos más la amamos, y entre más la amamos más la conocemos. En el caso de María no es la excepción. Hay que amarla con un cariño más que romántico o nostálgico como el que se puede tener por el recuerdo de la propia madre. A María hay que amarla porque nos ha dado “el fruto bendito de su vientre, Jesús”, como rezamos en el Ave María. Estamos en deuda con ella. Le debemos a su colaboración, a su “sí”, el haber recibido la salvación de Dios en la persona de Jesús. Y hay que amarla también porque está viva, porque ha alcanzado ya su plenitud en Dios, en virtud de su asunción al Cielo.

 

En tercer lugar, hay que imitar a María. El conocimiento de la Santísima Virgen nos tendría que llevar necesariamente a amarla más y, consiguientemente, a imitarla mejor en aquellas actitudes y valores evangélicos que vivió tan excelsamente y que supo inculcar en su propio hijo como lo hace toda madre. Los evangelios señalan tres grandes elementos a imitar: la aceptación y búsqueda de la voluntad de Dios en su vida (como lo ilustra el relato de la Anunciación), la atención a las necesidades de los otros y su capacidad de servicio (como lo ejemplifican la narración de la Visitación y la de las Bodas de Caná), y su fe como fuente y cima de todo, según lo declara el propio Jesús cuando relativiza la maternidad física de María y pone de relieve su verdadera grandeza: “Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28).

 

En cuarto lugar, hay que difundir la devoción a María. Esto es el resultado de conocerla, amarla e imitarla. Hay una frase que recoge la sabiduría del pueblo y la explica muy bien: “De la abundancia del corazón habla la lengua”. Quiere decir simple y sencillamente que las personas hablamos efusivamente de aquellos que más queremos. Y hablamos así para que los demás también conozcan y quieran a quienes forman parte de nosotros. Sucede lo mismo con María. Es la madre y la maestra de la que no se puede no hablar si es que de verdad hacemos lo que hizo el discípulo amado: “llevarla a la propia casa” (Jn 19, 27), según la encomienda recibida de Jesús.

 

Tenemos, pues, delante de nosotros un programa que nos puede ayudar a seguir creciendo en nuestra devoción a la Santísima Virgen, de manera que superemos la mera religiosidad popular a la que a veces la reducimos.

 

 

  1. De una devoción mariana hecha de admiración a una devoción mariana hecha de imitación.

 

Es indudable que María fue una mujer excepcional, a la que Dios colmó de privilegios que la hacen ser más única que rara. Se trata de gracias vinculadas a su misión: el don de la inmaculada concepción, el don de la maternidad divina, el don de la asunción a los cielos.

 

La concepción de María sin pecado es un privilegio que deja ver, por una parte, lo que fue el plan original de Dios sobre cada uno de nosotros, lo que estábamos llamados a ser: a vivir en plena armonía con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con la naturaleza; y, por otra, el amor preventivo de Dios que logra hacer que la persona se sienta amada, agraciada, y pueda responder con los mejores recursos que hay en su corazón. No es sólo que María no conoció las experiencias negativas en el plano moral de la existencia humana (no pecó), sino que estuvo orientada plenamente hacia Dios y hacia los demás (amó). Para imaginar lo que esto significa basta pensar en la propia experiencia humana, descrita genialmente por Pablo en el capítulo 7 de la carta a los Romanos donde presenta al hombre conociendo el bien que tiene que hacer y sin poder hacerlo. Incluso la ley misma, que estaba destinada a acompañarle como un pedagogo en el camino del bien, resulta un problema al hacerle consciente de lo que debería hacer para alcanzar la plenitud de la vida, de la felicidad y del amor, pero que finalmente no sirve más que para darle cuenta de sus propias limitaciones y egoísmos. Hablar de la inmaculada concepción es reconocer que Dios, por pura liberalidad suya, dispensó a María de este conflicto entre el querer el bien y no poder hacerlo y le colmó de su gracia, de su amor, de manera que podía orientarse al bien, tomar decisiones en torno a Él, y realizarlas.

 

La maternidad divina de María es, por supuesto, el título más grande que se le puede dar. Nadie, fuera de ella, podrá ser madre física y espiritual del hijo de Dios, que para salvarnos quiso hacerse criatura humana y compartir nuestra condición en todo, menos en el pecado. La carta a los Gálatas expresa este misterio con una sobriedad tan admirable como solemne, en la que las palabras dejan más el espacio para la contemplación: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios mandó a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a aquellos que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos” (4, 4-5). Que María fuera madre de Jesús está fuera de toda discusión histórica. Clarificar, en cambio, qué significado tiene esa maternidad ha sido un largo proceso de profundización del misterio cristiano, hasta reconocer que María fue madre del hijo de Dios. Todavía habría que añadir más: fue verdadera madre de Dios no sólo por el hecho de haberlo concebido por la fuerza del Espíritu y haberlo dado a luz, sino también porque, como auténtica madre, asumió la tarea de colaborar en el crecimiento humano de su hijo, en todas sus dimensiones incluida la religiosa y espiritual. Es nuevamente un texto de Lucas el que ilustra la espléndida labor de María como madre y como madre de Dios. Es un pequeño sumario con el que el evangelista concluye los así llamados “relatos de la infancia de Jesús” (capítulos 1 y 2): “Partió por tanto con ellos (con sus padres) y volvió a Nazaret y estaba sometido a su autoridad. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres”. Como verdadero hombre, Jesús fue desarrollando todas las potencialidades de su ser humano, y en este proceso de “educación” María realizó el papel que hace toda madre con sus hijos.

 

La asunción de María a los cielos representa lo que sería la conclusión lógica, dentro del plan de Dios, para cada hombre y mujer, llamados a vivir para siempre en Él. Esto lo ha realizado Cristo Jesús en virtud de su resurrección, el nuevo Adán, el primogénito de los que vencen la muerte y tienen acceso a la Vida. Lo que San Pablo concluía de aquí era que “así como todos los hombres mueren en Adán (a causa del pecado), de igual modo todos recibirán la vida en Cristo”. Y añadía “Pero cada uno en su orden: primero Cristo, que es la primicia; en seguida, a su venida, los que son de Cristo” (1 Cor 15, 21-23). Esta afirmación del Apóstol la ha entendido muy bien la tradición de la Iglesia que siempre ha creído que María, que “es de Cristo” de modo singular, participa ya de la victoria de Éste sobre la muerte. Es interesante ver la iconografía que interpreta la muerte de María como “dormición” o como “tránsito” para indicar que la muerte no tuvo dominio sobre ella, por no haber pecado, y que se ha despertado en la casa del Padre, donde le esperaba ya su Hijo, o que ha pasado a la vida definitiva en Dios. La Iglesia ha declarado con su autoridad que María ha sido ascendida al cielo, y cree por tanto que está viva y que sigue intercediendo por aquellos que le encomendó su hijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

 

Estos son los privilegios de María que, además de hacerla única, nos hacen alabar a Dios por las maravillas que ha hecho en ella, como recita el mismo cántico del “Magnificat”: “Mi alma glorifica al Señor… porque el Poderoso ha hecho cosas grandes en mí”.

 

Ha sido tan admirable el Señor con María que por mucho tiempo se ha difundido una devoción que la contempla más como “un ser maravilloso” que como “una madre y un modelo de fe”. Más como alguien a quien admirar que alguien a quien imitar. Ya hemos recordado que Jesús mismo nos advierte con toda claridad cuál fue la grandeza de su madre. Igualmente hemos visto que el documento “El Culto Mariano” invita a purificar la imagen que tenemos de María conociendo más lo que de ella nos dicen los evangelios e imitando más lo que fueron sus virtudes: el haber sido una mujer que supo creer en Dios, fiarse de Él y dejarse conducir por el Espíritu. Esto significa que hay que pasar, cada vez más, a una devoción a María hecha de imitación.

(Don Pascual Chávez, Rector Mayor emérito de los Salesianos)

 

 

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